viernes, 15 de febrero de 2013

Esta tristeza tiene vida propia

Esto no es para que lo leas, ni para que lo mires ni lo pienses, no es para que lo respondas, ni siquiera para que lo borres porque pretende ser un espacio ausente.

Es un vómito de tristeza, de esa que acostumbra a hacer ni cama mientras me ducho, pero ahora, después del desayuno, decidió salir conmigo como sombra sobre mi espalda.

Es de esa tristeza triste e incomprendida, de esa que cuando preguntas no sabe mas que dar un suspiro y no puede mas que tragar rápidamente antes de que se le ahoguen los ojos.

Esa tristeza es la que escribe, la que vomita y se revuelca en un lapidario sin sentido.

Quizá la lejanía, la desunión evidente e irremisible de nuestra geografía sea la que se pronuncie y reclame, sin contemplación del otro que mira, este espacio vacío pero tan lleno de tristeza.

Mi tristeza trizada te pide disculpas mientras no para de mover mis manos, mientras mis dedos se derriten en esta agonía, mi tristeza se disculpa avergonzada, pero la miro de reojo y me doy cuenta de su falta de escrúpulos. ¡te juro que esta tristeza tiene vida propia!

lunes, 11 de febrero de 2013

A veces

A veces te invento un nombre, a veces te escribo, a veces te pienso, a veces pienso que existes y otras realmente así parece, a veces espero a que escribas, llames o aparezcas, y me nombres como quieras, y me pienses y recuerdes y que exista, para ti, que exista.

jueves, 7 de febrero de 2013

Tristeza

Tengo el dolor arraigado en la mirada, enredado en las pestañas, enredado en una sinfonía estrecha de lágrimas y desiertos.
Mis ojos tristes cuentan historias, y conversaciones bajo la tierra y sobre el cielo.
Hablan del silencio y dejan que mi boca se quede muda. Mi boca se muere de a poco, nunca aprendió a soñar, en cambio mis ojos y mis dedos confabulan las noches y los días que siguen al emergente destierro.
En la soledad más profunda, más perversa y perfecta, en una soledad redonda como los tobillos que me atan a este mundo, como las manos que rodean mi cintura, es allí donde espero.
Mis dedos, mis ojos les piden a gritos que me arranquen el corazón, que me dejen sin aire, que me despierten en un reventar aprisionado bajo un cuerpo desconocido, que me arranquen el corazón, sin palabras, sólo que lo arranquen en un ardiente palpitar, en un esquivo y doloroso reconocimiento de lo inútil, de lo perecedero y triste, al igual que mis ojos.

Abismo

Una máquina inmensa teje abismos sobre mi mente. El pasado se desviste dejando una desnudez que inunda. Bajo el triste amanecer que alguna vez cerró mis ojos, el pasado tiembla.
Una máquina inmensa teje tempestades bajo la noche oculta y despierta ante el canto divino. Celestial demencia la que ha venido a parir mis días.
Las manos, con férrea dolencia, con todo el dolor palpitante que cabalga entre sus dedos, oprimen la espera como inevitable designio.
Desnudez aniquilante y sin prisa. La muerte me llama con montaraces gritos, me llama, y yo, sin ánimos de lucha, me lanzo al abismo que seduce mis pasos. La muerte camina sobre mi lecho, sobre mi presagio de vida, sobre mi propia muerte. La temible palabra se deshace entre mis dientes. Mi lengua, incrédula de tanto vértigo diluido, se detiene y se ríe, sin desviar su rumbo ni entregarme un segundo de aliento.
La muerte me llama como la calma al diluvio. Añoro la desigual contienda, la injustificada lejanía que deforma las horas que cuelgan desnudas. Añoro la muerte como el mejor de los olvidos, añoro la muerte, su dolor, su constante pesar, su muda voz y su singular retorno.
Deseo la muerte como quien desea el más sutil homicidio.

Abrir los ojos

Abrir los ojos hasta que revienten. Hastiarnos de lo que dicen las pupilas delirantes de los que nunca creyeron en las respuestas, de los que negaron con la boca lo que el alma desdichada aún pronuncia.
Abrir los ojos, sin temor a ser conmovidos por la breve e inexacta naturaleza que rápidamente nos excomulga de este sueño inhóspito.
Abrir bien los ojos, para no despertar deshechos en el sudor ajeno e inmundo de un cuerpo desconocido, del desprecio inagotable acumulado por nuestra piel, huesos, vísceras.
Abrir bien los ojos hasta que estallen. Inundar de siglos mudos, de historias demasiado presentes en los oídos, del inevitable estigma de ser doliente, de pena, de angustia, de hambre por el desvelo. Hasta que revienten colmados por el llanto, hasta que queden vacíos de recuerdos inservibles, alejados del aterrizaje forzoso e insolente con el que fuimos adscritos a este lugar (horrible lecho del desprecio), forzoso como aquello que sella nuestra historia.
Dejando caer pies y manos sin previo aviso, diligentemente hay que abrir los ojos para no darse demasiada cuenta.
Retorcerlos, vaciarlos, cerrarlos, conducirnos a ciegas (¡como si no supiéramos hacerlo!), repetir en el silencio lo que tantas veces creímos cierto y dejarlo unos segundos sobre la duda, mirarlo detenidamente (y llorar después, si se estima necesario), permitirnos la estupidez como designio.
Cerrar los ojos hasta que se consuman en el rostro. Mirarnos sin ojos al espejo, sin palabras ni amenazas de futuro.
Cerrarlos en el compromiso inhumano que contraen las noches, en su ausencia y su oscuro descaro, que sólo nos conmueve porque ya nada parece posible.
Cerrar los ojos y pedir (con un fervor nunca antes conocido y una pasión incluso por nosotros incomprendida) que de manera fugaz e insospechada nos abandone la existencia.

Más besos ...es q pucha que son ricos

Besos muertos que nos recorren en silencio mientras nos creen dormidos
Besos envueltos en carcajadas
con la noche ardiente reventándoles los labios
Besos prendidos a la garganta como fieles vampiros atrapando la pena y el regocijo
Besos perdidos como sombras perpetuas atando destinos Besos colgándonos de las pestañas
para que los ojos no se cierren
y creer que se puede soñar sin morir ni despertar
Besos vestidos de nocturna lujuria
olvidando la espera
con avisos luminosos y sonidos burbujeantes
Besos de amanecida, con sabor agrio y de apretado deseo entre las manos
Besos que se arrepienten camino a su destino
que se lanzan al vacío sabiendo aun su fatídico desenlace
Besos
besos
sólo besos
Besos desnudos
como el alma en la vigilia
Besos lentos
como el dolor
Besos tiernos
como una mirada cayendo
Besos abruptos
Besos ciegos de razones dibujados en la locura
Besos llenos de razones
Besos que rápidamente se apagan Besos como respuestas
Besos a la distancia
de esos que no hacen daño
Besos dormidos que sellan el llanto Besos dulces
como la inocente venganza
Besos de los pies a la cabeza
de todas las formas y olores
En la boca
miles de besos aguardan la huida

Te beso

Despacito,
Para que no te muevas
Para que no te des cuenta
Para que no digas nada
Que no me des nada
Y te dejo un beso
Clavado en la esquina de tu boca
En la espina de esa lengua dormida
En esa espina que me atraviesa
Me enmudece
Te beso con desnudez
Trémula y distante
Para que no
Para que no veas
Te beso y no te das cuenta
Ni te enteras
Un beso tan solo
Beso que no se acuesta sobre otros labios
Que no espera despertar ni un segundo de tu día
Un beso tan mudo
Beso que pasa muerto
Beso que muere en la profunda huida
Para que no te muevas,
te enteres
des cuenta
Sorprendas
derritas o derribes
o enfurezcas
para que no mueras por no poder amarme
te beso
de despedida

Decir

A veces no hay una forma más corta para decir las cosas, aunque me muerda la lengua o me trague la mitad de las palabras, aunque pretenda, a través de la mímica, mostrar un silencioso discurso, aunque me calle y arranque los dedos escribiendo, aunque busque en la letra de una canción algo similar a lo vivido, aunque pretenda no tener que decirlo, aunque olvide el idioma y padezca de una regresión lingüística que sólo me deje por recurso los balbuceos, aún así, e incluso sabiendo la inhóspita comprensión que le depara a mi mensaje, aún así necesito decirlo en todas sus palabras. Desmentir un momento para surgir de pronto a través del silencio.

Herida

Cuando el vuelo se vuelve lento, tanto que parece que se va a caer, que perderá esa destreza insondable de permanecer en el aire entremedio del silencio, cuando el vuelo pasa de tranquilo tránsito a inminente desastre, a caída en picada, a catastrófico aterrizaje, y por fin capota sobre algo indefinido pero combos certeza de ser incapaz de amortiguar el rumbo perdido. Cuando el vuelo se desvuela haciéndose a sí mismo hacia abajo, hacia arriba, sin sentido, sin final. Cuando el aire tiembla y la tierra se aleja aún más de ser su norte designado, aparece una herida en el pecho, una herida que no sangra pero que aúlla, una herida que recita mis lágrimas cuando estoy dormida. Aparece una herida con sabor a rostro y con mirada de despedida, e intenta, en medio de su inhumana experiencia, abrirse camino hasta las profundidades de mi cuerpo. Poco a poco, día a día se va instalando sigilosa al principio y con comodidad insólita al siguiente segundo. Se instala entre mis otras heridas, ya mudas, ya agotadas, y las mira de reojo con desprecio.
Aparece esta herida que me cierra los ojos y me abre el aliento de par en par, como amenazando con un vuelo, como si se burláse tímidamente de la derrota.