Es extraña la sensación de estar desapareciendo -y de hacer de todo porque esto suceda- y la extrañeza proviene porque es siempre inaccesible. Porque siempre hay alguna (sin)razón que hace impensable que de un segundo a otro seamos sólo nada.
Me incomoda mi cuerpo, me molesta su peso. Esa cara que me mira y ausculta de reojo. Esa boca y esa voz que se confabulan para llenar espacios que nunca se llenan. Esa cabeza que se sostiene a causa de su incesante e ineficiente actividad. Esos órganos repugnantes que me cubren por dentro y esa piel blanca que no quiere ver el sol. Que no quiere ver nada ni a nadie.
Puedo sentir cómo mi cuerpo se va volviendo pequeño, puedo escuchar el quejido de los órganos por la reducción del espacio habitable. Puedo ver a ese rostro que mira de reojo mirando hacia otros lados. Lejos de aquí. Lejos de mi.
Mi boca palpita en un intento de mostrar vitalidad. Mi lengua corta su impulso con un sólido silencio.
Me quedo quieta, y la tristeza de la imposibilidad de la inexistencia me observa y llora.