Hay agonías evidentes, de cuerpos que se llenan de rincones putrefactos, de esos que se despiden del olor a vida y dan la bienvenida al olor a muerte, que se van poniendo amarillos, y grises, y tristes y se llenan de movimientos lentos y luego se llenan de la escasez de éstos.
Pero hay otras agonías, esas que nadie ve (que nadie quiere ver), y que más parecen simulaciones y simulacros. Esas que quiebran el aliento y hacen anhelar el otro tipo de agonía (por certera y descifrable), para que alguien se de cuenta, y nos ayude a permanecer, o a irnos, o para que simplemente nos dejen quietos y se callen. Y nos dejen quietos, y solos, y se callen. Y no nos digan nada, y que no se queden ni tampoco esperen que salgamos de aquí. De este lugar a las afueras del tiempo, compenetrado con las vísceras e hijo de años de desvelo. Porque el problema no es estar atrapados, sino lo desolador de la salida.